jueves, 21 de febrero de 2013

Keres

La noche estaba bien entrada ya y era fría. La madrugada me ayudó a salir de la taberna con las mejillas sonrrojadas. Había niebla y caía de las nubes una leve llovizna. Cogí mi bastón, me puse mi sombrero, mis guantes, y abroché mi gabardina.
Mis pasos resonaban por todas las esquinas sobre las piedras que formaban la calle. El gran BigBen me recordó la hora con un gran enfado "¡Tong, Toong!".
-Tranquilo, viejo amigo -dije mirando al gran reloj, mientras encendía mi pipa.- ya vuelvo al nido. No te pongas así conmigo que, una noche tan bonita hay que disfrutarla, y ese coñac lo merecía.

Las calles de Londres estaban vacías y humedas, solo se escuchaba correr a las ratas buscando algo con lo que alimentar a sus crías. Las luces de las farolas eran muy tenues y se disipaban entre la niebla, mientras ésta crecía como si el viento viniera fumando en pipa de un club de fumadores clandestino tras haber perdido una partida de cartas.
Crucé el puente de la "calle 13", no faltaba mucho para llegar a casa. Tras la neblina, a lo largo de la calle, comencé a distinguir una figura. Una mujer embuelta en un chaquetón rojo oscuro casi negro recogía algo del suelo y parecía tener dificultades para caminar. Me acerqué rápido prestándome para ayudarla.
-Disculpe usted, señorita, ¿necesita ayuda?
Ocultaba su rostro bajo una capucha, de un brazo le colgaba un manguito de piel de liebre y con la mano que le quedaba libre sostenía un zapato con un tacón roto.
-Buenas noches. -Respondió sencilla.- No se preocupe usted, siempre olvido que las calles de Londres son de manpostería.
-¿Es usted de fuera?
-Así es.
Era una mujer pálida, muy pálida, parecía tener la tez hecha de porcelana, de labios rojos, ojos grises y una espumosa y ondulada cabellera negra. Una de las mujeres mas bellas habidas hasta el momento sin duda alguna. Al menos vista a mis ojos.
-Perdone si me entrometo, pero, ¿qué le trae por Londres a una mujer tan delicada en una noche tan fría? Es muy tarde, y usted sola por las calles podría toparse con cualquier hijo de mala madre.
-Digamos que viajo mucho. Hoy aquí. Mañana allí.
-¿Viaja usted mucho? Ha visto mundo, me imagino, pues.
-He recorrido mundo, sí. He visto todo. He visto cosas que escapan a sus sentidos. Es tarde y he de irme rápido, pero, si no le importa, agradecería su compañía, pues como bien ha dicho, ya es tarde y hay peligro por las calles.
-La acompañaré hasta su destino encantado, señorita. -Le ofrecí mi brazo y la ayudé a caminar con un solo zapato.- ¿Qué le hace viajar tanto?
-Trabajo.
-¿Trabaja la señorita?
-Sí, desde hace muchos años.
-¡Qué interesante! ¿A qué se dedica?
-A aquello que nadie más quiere dedicarse.
-¿Cómo qué?
-LLevo personas de un lado a otros, mientras aguanto que sus conocidos me maldigan y me odien por ello.
-¿Es usted agente de viajes, entonces?
-Algo así. -Se hizo el silencio durante unos instantes.
-Y bien, señorita, ¿hasta dónde he de llevarla?
-¡Oh! Hoy no tengo prisa ni rumbo fijo. Cáminemos hasta que sea la hora propicia o me señalen otro destino, hace una noche tranquila y he decidido que va a hacerme compañía durante ella, si no le es incombeniente.
-En absoluto, a una mujer tan preciosa como usted la acompañaría hasta el último de mis días.

Rompió en una carcajada que iluminó sus mejillas.
-Me alegra mucho oirle decir eso. ¿Sabe? No suelo tener mucha compañía.
-¿A qué se debe? Si se me permite.
-Todas las personas que conozco se alejan de mi demasiado deprisa. Cosas del trabajo.
-Vaya, es usted una mujer muy misteriosa e interesante. Supongo que es por el problema de viajar mucho. Pero seguro que le merece la pena.
-En realidad, a veces sí, y otras no. Depende del momento y el lugar.
-Gajes del oficio, supongo.
-Así es. ¿Puede decirme la hora?
Saqué mi reloj de bolsillo.
-Son las 02:06am.
-Aún tenemos algo de tiempo para pasear, - dijo sonriendo con los ojos cerrados, con una expresión de sosiego.
-¿Puedo preguntarle su nombre?
-Tengo muchos nombres, depende del lugar en el que esté.
-¿Cómo cuáles? - Ella rió tras escuchar mi pregunta.
-Son nombres muy feos...
-Digamelos, por favor.
-Tengo tantos nombres que algunos se me han olvidado con el paso del tiempo. Me llaman Coatocha, Canica, La Blanca, La muda, Güera, La madre Matiana, La Pálida a veces, otras La Triste, Azrael, Morona, o simplemente muerte o Parca. Aunque a mi me gusta más Keres, es un término de la mitología griega antigua.
Entonces reí casi como un histérico.
-¿Intenta decirme que es la muerte?
-Ésa soy.
-Debo de haber bebido demasiado...
-Eso también es cierto, querido. Y por fortuna o mala suerte ya se nos agotó el tiempo.
-¿Qué quiere decir?
-Que he de llevarte al otro lado.
-¿Me está diciendo que va a matarme?
-Ya estás muerto.
-¿Cómo? Usted está loca, señora. -Casi grité a la vez que soltaba mi brazo del suyo.
-Está muerto desde que me ha visto.
-¿Qué dices, mujer? ¡Estoy sano como un roble!
-No. Estás muerto, tu cuerpo yace en el suelo, en el mismo lugar dónde me encontraste. Si no me crees, solo tienes que retroceder sobre tus pasos.
-¿Y de qué se supone que he muerto? -Pregunté mientras me daba media vuelta.
-Muerte súbita. Has tenido una muerte súbita provocada por tu alcoholismo y tu enfermedad hepática. Algo extraño y más a la edad de 37 años.
Comencé a asustarme, esa mujer sabía mi edad. Corrí calle arriba, no me costó mucho la verdad, me movía rápido, como si no pesase nada. Y al llegar, allí estaba yo, tumbado en el suelo, boca abajo, con el bastón y el sombrero al otro lado de la acera. Miré hacía detrás. Aquella mujer, o aquél ser con forma de mujer me esperaba en medio de la calle tendiendome una mano  cubierta con un guante negro. Me resigné y caminé hacía ella.
-Tranquilo, no tengas miedo, lo peor ya ha pasado, por lo menos tú no has estado agonizando.
Me quedé en silencio pensando mientras caminabamos hacia delante, ella tampoco dijo nada más.

-Dime, ¿cómo es el otro lado?

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